SONORA
ARQUITECTURA CONCEPTO & MUEBLES
LISTENING BAR / 2023 2024
“Clandestino, en algún garaje, pero que se sienta como mi propia sala, y con el mejor sonido posible.” Con esa frase —medio confesión, medio desafío— empezó SONORA, un sound bar de 16 m2, pensado para escuchar vinilos y tomar cerveza realmente fría.
Desde el inicio quedó claro que había que tomarse el tiempo para descifrar el caracter de este espacio. No existía una fecha de apertura. Lo primero era entender de qué iba a tratar este lugar: cuál sería su espíritu, su temperatura, sus olores. Cosas, esenciales, no se apresuran.
Durante casi un año, entre conversaciones sueltas y reuniones, fuimos armando la narrativa del proyecto.
Todo este proceso me permite entrelazar las intenciones del proyecto con un concepto y así los elementos que lo componen van surgiendo como una revelación y la estética general se hace visible. La composición se va dando con cierta naturalidad.
En paralelo estábamos en la búsqueda del sitio donde materializar el bar. Había una sensación de que sería un proyecto efímero o, al menos, itinerante. Como si el sitio de su primer emplazamiento fuese apenas un punto de partida, no un destino. La esencia del bar —esa mezcla de intimidad doméstica y espíritu clandestino— era más importante que la ubicación.
Una vez encontramos el sitio, diseñamos todo de tal manera que nada nos anclara al lugar. El espacio, que era un garaje tal como se deseaba, se pintó y se cerró con placas de yeso. Agregamos un ventanal de madera maciza, y unas puertas metálicas amplias, con la intención de conectar con el exterior y crear un jardín salvaje que se sintiera como una extensión del bar. Todo lo técnico —sonido, cableado, cámaras— quedó expuesto, sin pudor y sin ornamento. La inversión en el sitio fue mínima; la intención, máxima.
El verdadero trabajo —el que terminaría definiendo la identidad de SONORA— estaba en los muebles y en el sonido. Ahí se jugaba todo. Los muebles, trabajados a mano en madera maciza, tenían algo de territorio propio: cerca del veinte por ciento provenía de nuestra selva, una madera curada por los años, de vetas impacientes por mostrarse. Incorporamos curvas discretas en lugares inesperados, un gesto sutil que buscaba más sugerir que llamar la atención. Pensados para descubrirse con el tacto más que con la mirada. Tuvimos además un golpe de suerte: el piso original del garaje era de piedra laja, una superficie irregular y honesta que aporta la textura rústica que el lugar necesitaba para sentirse más vivido que diseñado. Las luces —todas regulables, algunas apenas insinuadas— estaban pensadas para construir intimidad, para bajar el volumen visual del espacio y permitir que la música, sin obstáculos, ocupara el centro de la escena.
Ahí se decidió que este garaje convertido en sala personal y clandestina sería, en el fondo, un pequeño templo: un lugar donde la música no solo se escucha, sino que se habita.